El terror continuará, in La Vanguardia, 03/05/11
Osama bin Laden, hijo de un rico constructor yemení afincado en Arabia Saudí, inició una lucha por resolver la crisis del mundo musulmán que otros seguirán
Bin Laden, su muerte, no es el final de la historia del terror. Nacido en La Meca en 1957, Osama bin Mohamed bin Aewed bin Laden vivió en el seno de una riquísima familia y estudió en los mejores colegios y universidades de Arabia Saudí, a cuya élite pertenecía. Su destino hubiese podido ser como el de tantos multimillonarios árabes que, gracias a los favores de la familia real, amasaron inmensas fortunas con sus especulaciones inmobiliarias, con el petróleo y las compras de armamento, escandalizando al mundo con su ostentosa vida y sus prolongadas estancias en las playas de moda de Europa.
Bin Laden era hijo de un constructor yemení afincado en Yida. Casado a los 17 años con una prima también adolescente de nacionalidad siria, continuó estudiando Economía. En la Universidad Abdel Aziza fue muy influido por profesores y predicadores musulmanes como Mohamed Qotb, hermano del famoso Sayed Qotb, ideólogo islamista de la cofradía egipcia de los Hermanos Musulmanes.
Al heredar las fortunas de su padre y de su hermano mayor, de varios centenares de millones de dólares, imbuido de doctrinas sobre la yihad o guerra santa, empezó en 1982 a visitar los campos de refugiados afganos en Peshawar (Pakistán).
A través de sus obras caritativas y humanitarias, reclutó y organizó militarmente a los voluntarios árabes que querían luchar contra la ocupación soviética de Afganistán. El núcleo original de Al Qaeda fue un fichero de combatientes entregados a librar la yihad contra los ateos e infiles soldados soviéticos.
Bin Laden, por su trabajo, su piedad, su carisma, sus habilidades políticas y militares, su buen conocimiento de la abrupta geografía afgana, se convirtió en el comandante en jefe de los muyahidines, cuyas operaciones financiaba con su fortuna personal.
En 1990, un año después de la evacuación de los soviéticos, se fundó Al Qaeda en el campo militar de Al Faruq. Después de su victoria, los veteranos combatientes árabes, que habían sido promovidos por Arabia Saudí y EE.UU. para combatir el comunismo de la URSS, estaban prestos a llevar la guerra santa a otros pueblos del islam.
Bin Laden regresó a Arabia y atacó a su gobierno por permitir que EE.UU. utilizara suelo saudí, los lugares santos del islam, para atacar Iraq en la guerra de 1991.
Despojado de la nacionalidad saudí, se exilia ese mismo año en Sudán, donde –también gracias a su proyecto de la internacional islamista y a las obras públicas que financiaba en aquella paupérrima nación– hace de Jartum la plataforma de las actividades subversivas de Al Qaeda, desde Somalia a Chechenia. Su táctica era apoyar la acción terrorista en grupos locales de simpatizantes. Al ser forzado por el presidente Bachar de Sudán a abandonar la capital, debido a las presiones internacionales, vuelve a establecerse en Afganistán, en su santuario de las montañas, con la amistad del emir Omar, jefe del régimen talibán.
Afganistán es su retaguardia para llevar a cabo su programa de extensión de este islam oscurantista y violento. Desde Kandahar ordena los actos terroristas, como el primer ataque contra el World Trade Center de Nueva York en 1993. En 1996 publica una fetua, una declaración de guerra contra EE.UU. que culmina con los atentados del 11-S.
Desde entonces, ha sobrevivido en las cuevas de Tora Bora, en la frontera afgana de Pakistán, arropado por tribus amigas y en una urbanización residencial de Abotabad, al norte de Pechawar.
La guerra fratricida y desgarradora de Iraq, después de la ocupación estadounidense, volvió a impulsar a su organización, debilitada tras las represalias norteamericanas y que se ha ido ramificando en países ya sea del Machek o del Magreb.
El terrorismo de Al Qaeda no desaparecerá si no se resuelven los problemas de Iraq, de Palestina, de Chechenia, de Cachemira, mientas no se solucione la crisis del mundo musulmán.
Los últimos meses, sin embargo, con la prematuramente llamada primavera árabe, han demostrado que las ilusionadas manifestaciones por las reformas y los cambios, por la justicia y la lucha contra la corrupción, no se organizaban bajo los lemas teocráticos y medievales de Al Qaeda.
Un hombre como Bin Laden, en su refugio dorado, acompañado –dicen– de su última y jovencísima esposa de 17 años, tenía que estar al corriente de este fracaso. Pero que nadie crea que la historia del terror se ha acabado. Su muerte puede inflamar más pasiones mortíferas y su lucha la continuarán los grupos terroristas que, amparados bajo el paraguas de Al Qaeda, operan a lo largo y ancho del universo islámico para amenaza de Occidente y de los propios musulmanes.
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